Os presento el prólogo de 99, la nueva novela que estoy escribiendo y que cambia totalmente de temática con respecto a El largo camino a la cima.
99 trata sobre un CSA, o centro social autogestionado, que tras intentar parar un desahucio sucede algo que no esperan, y que al final acaba involucrando a la policía, a algunos empresarios, políticos y a los miembros de CSA.
Escrita en forma de novela río, trataré de analizar y de contar con cierta malicia una especie de "Juego de Tronos" moderno, en donde ya no vale cortar cabezas, sino que hay que ser más sutil a la vez que salvaje, y de cómo los problemas de nuestra sociedad no están sólo en quien quiere controlarla, sino en quien quiere salvarla.
Aquí os dejo el prólogo de 99:
Su madre le contaba un
cuento. No recordaba exactamente cuál era, pues habían pasado muchos años desde
que falleció. Pero le contaba un cuento porque no podía comprarle un televisor,
ni un reproductor de vídeo, ni una película. Trabajaba durante tantas horas que
no le quedaba nada más que una historia, repetida hasta la infinidad.
Pero… él no lo
recordaba… ¿serían los nervios de verse atando las sábanas de la cama de su
hija pequeña para colgarse con ellas? Las lágrimas caían inconscientes, como
las piernas enclenques de los bebés.
Sí que recordaba… Aquel
deseo salvaje de seguir adelante, aquella viveza de conseguirlo todo, de tener
un motivo para vivir. La admiraba. Aunque ella bebía. Y no entendía por qué
alguien necesitaba estudios. Él no quería estudios porque no podía tocarlos.
¿Quién iba a querer algo que no se puede tocar? En la calle, en los anuncios de
las revistas, todos sonreían cuando tocaban. Coches, perfumes, ropas.... Su madre
sonreía cuando tocaba algo. Por eso él sólo quería tocar, conseguir.
Conseguir. Conseguir
conseguir conseguir. Hilado a la risa.
¿Fue por eso que dejó
los estudios? Meditó comprobando que las sábanas de su hija estaban bien
colgadas del techo, por lo que no se caerían cuando dejara caer el peso de su
cuerpo. Tiraba hacia sí, como si se tratara de un globo de helio difícil de
sujetar.
Empezó con la obra, con
los albañiles. Le daba para tabaco. Para unas cervezas. Para ayudar a su madre.
Luego para un televisor, un reproductor de vídeo y películas. Para ayudar a su
madre. Luego para una casa, para una tele más grande, para un avión. Luego se
sentaba y escuchaba a los expertos coreando: endéudate.
Endéudate, endéudate,
endéudate.
Se endeudó. Se casó.
Compró una casa. Tuvo dos hijas.
Endéudate, endéudate,
endéudate.
Se compró un coche, fue
a visitar a su madre al hospital cada día, cada día, cada día, hasta que
falleció. Pero por aquel entonces los expertos seguían formando círculos como
tribus y coreando la misma canción, obsesionados, marcando con un dedo desde su
atril a los inútiles que no obedecían sus órdenes.
¿Cuándo se desmoronó
todo? Se preguntó colocando la silla bajo la soga y subiéndose en ella. Las
discusiones se acrecentaron con los pasos seguros de la inestabilidad. La
familia contemplaba sentada frente al sofá un mundo desmoronándose sostenido
por gente que decía que no se caía nada. ¿En quién confiar? ¿En lo que ves o en
quién se supone que debes?
¿Qué se supone que
debes? Debes… debes… debes…
La confianza llevó a
más discusiones, y ya no sólo con su mujer. En el 15M él discutía con todo el
mundo: Había perdido su trabajo. Se sentía, veía, y palpaba gordo, inseguro,
vacío. Por primera vez en muchos años, sintió que decepcionaba a su madre,
amparada bajo los brazos de Dios en el cielo. Pero esos vagos… Esos niños que
no entendían de trabajar… ¿Por qué hablaban de trabajo? ¿Qué se creían?
¿Por qué cantaban? ¿Qué
iban a conseguir… conseguir… conseguir?
Y no consiguieron nada,
reconoció metiendo la cabeza en el agujero para ver si cabía. Suspiró. Ellos no
consiguieron nada y él lo perdió todo. Todo. Todo… Marchó su mujer, se llevó a
los niños, le vino el alcohol, le robó la cartera, le cayó la depresión, le
aplastó la cabeza… Como unos dedos que fruncen constantemente tu sien con
fuerza, con fuerza, con fuerza.
No le quedaba nada.
Antonio se llamaba. Reconoció que era un nombre común. Un nombre como otro
cualquiera. Era un nombre, su nombre. Uno que ya nadie le preguntaba. Le
llamaban señor, o le llamaban borracho. Quizás ya no se llamaba Antonio. Quizás
todo lo que había sido se lo llevaron por delante.
Por eso, cuando Antonio
recibió la notificación del desahucio, esperó. Esperó en casa mientras otros
hablaban de que se recuperaban. Hombres con traje se recuperaban. Esperó en
casa esperando recuperarse. Despertarse. Debían recuperarse otros. Otros y no
él. Pero si le quitaban la casa, quizás sería mejor irse con su madre: Dios
sabría perdonárselo. Dios que es todo poderoso.
Y la echaba tanto de
menos… Dios… cómo la echaba de menos. Cómo la echaba de menos…
Dios…
Pero la culpa era de
los demás. Todo de los demás, y ahora los demás no existían. Su dinero no
existía. Su familia no existía. Su madre… Pero la sábana rosa, enroscada y
colgada, formando una soga, sí.
Total, todo él provenía
de un cuento. Un cuento que no recordaba.
Cuando apartó la silla
y su cuerpo quedó suspendido en el aire, tambaleándose como una serpiente
atrapada, deseó profundamente acordarse de aquel cuento.
¿Trataba sobre la
libertad?
Cada capítulo saldrá cada dos días y durará aproximadamente 2 páginas, para hacerlo más ameno y sencillo de leer a través de internet. Si te gusta comparte ;)